(Capítulo I del libro EL ÁNGEL Y LA BESTIA CONSTRUYENDO AL HUMANO)
“No se debe poner mano ligera en las cosas en que va envuelta la vida de los hombres.
La vida humana es una ciencia; y hay que estudiar a raíz
y en los datos especiales cada aspecto de ella.
No basta ser generoso para ser reformador.
Es indispensable no ser ignorante.»
José Martí.
Por Carlos Rodríguez Almaguer.
No importa qué, quién o cuánto nos creamos ser, según lo que hayamos podido conseguir o acumular, atendiendo a los patrones establecidos por las sociedades contemporáneas para considerarnos una persona de éxito. La riqueza material, las posiciones de poder o los triunfos profesionales, no eximen a nadie de enfrentar, en su momento, esa realidad inconmovible —y para algunos aterradora— que llamamos Muerte.
Ella, la Muerte, flota sobre nuestra existencia desde el día en que nacemos. Para algunos humanos, las frustraciones, los fracasos o la borrachera del éxito por los triunfos momentáneos, les hacen olvidar su aleccionadora presencia, y viven tristes y acongojados por lo que consideran que no han alcanzado, o en francachelas y celebraciones como si no se fueran a morir jamás.
Para otros, especialmente para el hombre y la mujer de nuestras tierras latinoamericanas, la Muerte es una presencia tan constante, cierta y perturbadora que, temerosos de ella y de ese Dios que en cualquier momento puede ordenarle que nos cubra con su negro manto, solemos despedirnos cada día con un “hasta mañana”, al que indefectiblemente le agregamos, “si Dios quiere”. No vaya a ser que no nos dejen llegar al día siguiente por “pretenciosos”.
Acaso no la comprendamos o no queremos comprenderla, pero la certeza sobre la fragilidad de nuestra existencia se nos revela cada día en las muertes constantes de seres humanos, conocidos y desconocidos; niños, jóvenes y viejos; hombres y mujeres, en todos los rincones de la tierra y por los más disímiles motivos. No en balde se ha convertido en apotegma aquel descarnado planteamiento de que el único requisito indispensable para morirse es estar vivo.
Sabemos que todos los países, gracias al desarrollo de las ciencias y las tecnologías, han aumentado la esperanza de vida de sus pueblos. Unos más que otros, tenemos la probabilidad de vivir más tiempo de promedio que en épocas anteriores. Algunas sociedades, no obstante la pésima cultura alimenticia y los malos hábitos de vida en los que educan a sus miembros, han llegado a promediar noventa años. Esa es una edad avanzada para el ser humano, aún en los tiempos que corren. Sin embargo, esas nueve décadas son apenas un breve suspiro en la inmensidad de los tiempos. Pero, aún más, ni siquiera tenemos certeza alguna de que vayamos a vivir lo que promedian esas estadísticas. Si así fuera, en una distribución hasta cierto punto racional y lógica atendiendo al temperamento de cada cual, podríamos dedicarnos a disfrutar despreocupadamente la mitad de esos años, y tomarnos en serio la mitad restante.
Aquí se plantea entonces otro punto clave: además de breve, la existencia humana padece de una conmovedora fragilidad. No podemos vivir sino en un rango de muy estrechos márgenes de temperatura. Lo mismo nos mata el exceso de frío que el exceso de calor. Igual morimos de hambre o de un hartazgo, de sed o ahogados.
Al nacer y durante prácticamente la primera década de vida, no podemos valernos por nosotros mismos. Necesitamos del cuidado y la protección de los adultos. Ya adolescentes, nuestra innata curiosidad nos expone constantemente a un sinfín de peligros cuyo desenlace puede resultar fatal. Si sobrevivimos a todas esas experiencias, bien pudiera decirse que ha sido “de milagro”.
Un punto de equilibrio entre el miedo a la Muerte y el olvidarnos de ella, es lo que nos permite convertir a esa frágil y breve existencia, en una vida plena. La seguridad de que la Muerte es el puerto al que habremos de llegar todos, sin excepción, un día cualquiera, es el motivo principal para valorar eso que, acaso sin comprender a tiempo su verdadero sentido, solemos llamar Vida. La Vida es más preciada y hermosa precisamente porque es breve y frágil como la gota de rocío, la flor, la mariposa. Quien teme a la Muerte acaba siempre temiéndole a la Vida. La Muerte es el complemento de la Vida.
Entre el principio hedonista de divertirnos cada día como si fuera el último, sin preocuparnos por nada ni por nadie, y el principio fatalista de vivir sufriendo aterrados por la inminente llegada del Apocalipsis y la guadaña infalible de la Muerte, existe ese remanso de paz, armonía y belleza que constituye la Vida Plena.
Solo en ese espacio de equilibrio entre lo eterno y lo fugaz podemos concretar, juntos, la esencia misma de nuestra humanidad. Mientras no somos conscientes de esa realidad, no vivimos, existimos apenas. Existir no es más que nacer, crecer y morir sin enterarnos de quiénes fuimos ni dónde estamos ni a qué vinimos; es no saber por qué las cosas suceden o, peor aún, no saber que suceden cosas.
Vivir, en cambio, es nacer y, junto al crecimiento físico ir adquiriendo, con el apoyo de la familia, los maestros y de uno mismo, la conciencia de que estamos vivos; comprender dónde estamos y cuál es nuestro propósito en la vida, eso a lo que los sabios del Oriente suelen llamar Dharma. Vivir es preguntarnos por qué las cosas suceden, cómo suceden y, en última instancia, una vida plena está en contribuir, en la medida de nuestras posibilidades, a que las cosas buenas ocurran.
Mientras existimos sin conciencia de que vivimos, el tiempo nos lleva a toda prisa rumbo al turbión perenne de la Muerte. Solo el despertar al hecho mágico de que estamos vivos, nos permite realizar esos actos, casi siempre considerados pequeños, con los que logramos que el tiempo se detenga, o al menos así lo percibimos dado el goce que nos produce: disfrutar de un amanecer o una puesta de sol, contemplar un paisaje hermoso, sostener la mano y la mirada de alguien a quien amamos, enjugar una lágrima, compartir un café o reír a carcajadas.
Vivir a plenitud requiere valor, además de conciencia. Si triste es ver a un ser humano malgastar su existencia en vano por no haber descubierto el sentido de la vida, más triste es observar a otro que habiéndolo hallado no se atreve a vivir por temor a irle en contra a la corriente que avanza estrepitosa, enajenada y suicida hacia su propia destrucción, arrasando con todo lo que encuentra a su paso.
Las sociedades modernas existen a una velocidad de vértigo. Pero esa sensación de velocidad es también, en gran medida, una ilusión de nuestros sentidos. Cuando comprobamos en la realidad que la manera de medir el tiempo no ha cambiado como cambió el milenio, sino que los minutos siguen teniendo sesenta segundos, las horas sesenta minutos y los días sus veinticuatro horas, entonces nos parece que algo anda mal, que nos han tomado el pelo, y descubrimos que existimos al trote por nada, como en una carrera de caballos locos.
El cosmopolitismo de las grandes ciudades ha sepultado en parte la condición humana de quienes las habitan. No son sociedades, en el sentido justo, sino enjambres de individuos. Se vive rodeado por miles de personas a quienes no importamos ni nos importan. Pendientes del reloj, avanzamos a empellones por la intrincada selva de criaturas que andan más apuradas que nosotros.
Estresados y enajenados despertamos un día sin hallarle propósito a la vida. Nos aterra experimentar un desamparo semejante, y nos morimos solos en medio de las muchedumbres. Los índices de suicidio, sobre todo en esas grandes urbes, se han disparado en los últimos veinticinco años y continúan creciendo.
Por otra parte, nos hemos acostumbrado a existir compitiendo con la velocidad de los teléfonos celulares, las computadoras y los autos modernos. Los viajes en avión ya nos parecen demasiado lentos, y quisiéramos mayor velocidad. Lo triste es que no aspiramos a viajar más rápido para quedarnos más tiempo con los amigos, la familia o con nosotros mismos, sino para continuar girando en esa espiral sin sentido que nos expulsa en un segundo un día cualquiera, entre espumarajos y convulsiones, colapsada al fin —y las más de las veces sin remedio— la estructura biológica que sostiene nuestra frágil humanidad, que no ha sido concebida para someterse a semejante torbellino.
Existir puede ser una carrera cuesta abajo. En cambio, vivir requiere tiempo. Hay que sentarse a solas y en silencio a pastorear el alma en las suaves praderas de la armonía universal. El alma es una especie de unicornio que degusta de olores y sabores como el más exquisito gourmet.
Conectarnos con el ciclo vital del universo, sentir vibrar en nuestro ser la música apacible de los tiempos, no puede hacerse a trancos como cuando vamos a la hora del almuerzo a un puestecito de comida rápida a engullir, también de prisa, una ración-chatarra que nos pasará factura tarde o temprano y en números rojos.
Vivir es el proceso lento e ineludible por el cual la criatura biológica que somos se convierte en humana, como en la placidez de la crisálida se transforma la ordinaria oruga en bella mariposa. Acelerar los tiempos de nuestra especie ha provocado la monstruosa realidad de contemplar a diario multitudes de criaturas bípedas parlantes que van envejeciendo, a paso doble, sin conocer su plena humanidad. Como orugas con alas donde han quedado truncas, para siempre, excelsas mariposas.